2017,
Anescris
Un relato y un café- Prólogo de Leyendas de Mirdalirs II- Irna
Hola hoy os traigo el primer relato y un café, esta vez de mano de Sergi García López, la verdad que siempre se puede contar con Sergi, ya llevo dos lecturas con él y lo agradezco. Tengo que comentaros que me mando un prologo de 17 páginas, que como veréis no puedo poner todo, pero voy a poner la primera parte del prólogo. Tengo que confesaros que me han dado ganas de leer más, hay Sergi esperamos con ansía la segunda parte.
Si queréis leer la primera reseña del libro: Aquí, si queréis conocer un poco más al autor podéis leer el cuestionario Anescris: Aquí.
PRÓLOGO
“Toda enfermedad acaba tarde o temprano, pero debemos plantearnos si somos lo suficientemente fuertes como para superarla”.
Anónimo.
Tenía el corazón lleno de una profunda amargura que no le dejaba apenas respirar. Cogía aire. Contemplaba el cuerpo de su hija recién nacida con sólo unos pocos días de vida. Se encontraba tranquila y profundamente dormida. Desde el día de su nacimiento no había emitido un sólo llanto, para orgullo de su padre.
Parmenio se encontraba sentado en el centro de la habitación, contemplándola, lleno de dolor y con los ojos lagrimosos. Más al fondo, en una cama pegada a la pared, descansaba su hijo mediano, mientras que su primogénito, Antio, se revolvía en una profunda pesadilla a los pies del lugar en que descansaba su hermano.
Parmenio levantó la mirada con la congoja en el rostro. El silencio inundaba la casa y sólo un murmullo proveniente de la brisa que golpeaba las encinas cercanas, penetraba en su interior. Miró a través de la ventana. El cielo proyectaba un fuego rojizo sobre unos negros nubarrones. La noche se abría paso poco a poco, y la luz se atenuaba con cada segundo que Parmenio se mantenía en un mar de dudas.
Los sacerdotes habían sido claros y las leyes de su pueblo eran categóricas. El recién nacido no debería de vivir más allá de la primera luna de vida. Los astros así lo indicaban, todas las señales así lo apuntaban y los augurios eran claros. El dolor de un padre era mucho mayor que lo que pudiera decir cualquier vaticinio. Aún así, las leyes de su pueblo siempre habían sido tajantes desde tiempos inmemoriales. Lo predijeran o no, los sacerdotes le habían dicho el día anterior lo que debería de hacer, la atrocidad que debería de cometer, pero Parmenio no se atrevía. Era su hija. El Caviadan había permanecido inmutable a lo largo de siglos, tal vez milenios.
Jamás nadie había conseguido que aquello cambiara, ni siquiera los Mestizos. Estaba allí mucho antes de que se fundara Mirdar, mucho antes de la Gran Guerra, desde que los dioses caminaran por el mundo. La familia de Parmenio vivía en el interior del bosque desde que él recordase, siempre les había ido todo bien. Nunca les faltó de nada a él y a su esposa. Salud, comida, posición, felicidad… Hasta aquel día en que los dioses les castigaban por su fortuna. Les habían dado una hija preciosa, y ahora, no sólo pretendían arrebatársela, sino que también tenían que entregársela ellos mismos como ofrenda.
Parmenio volvió a salir de sus pensamientos y miró de nuevo por la ventana. Si los dioses oscurecían la tierra y ocultaban las lunas, significaba que había llegado el momento y tendría que cumplir con su deber.
Descolgó la capa de la pared y la echó sobre los hombros. Se acercó a la cuna en donde dormía plácidamente su hija y se inclinó sobre ella, recordando el día de su nacimiento. Su mujer había salido de cuentas casi tres semanas atrás y el embarazo amenazaba su propio estado de salud. Los médicos de su pueblo estaban preocupados y carecían de los conocimientos necesarios para enfrentarse a una situación como esa.
Tampoco había tiempo para avisar a los grandes médicos de los Mestizos, Inafae y Galeno. El propio Parmenio hubiera dado todo cuanto poseía porque Ellof estuviera allí con ellos, pero uno de los Mestizos había desaparecido sin dejar rastro y el elfo estaba ocupado en asuntos muchos más importantes que atender a su esposa, que se debatía entre la vida y la muerte.
Recordaba cómo le habían prohibido la entrada a la tienda aquellos que tenían más fama de ser unos carniceros que unos buenos médicos. Estaban decididos a intervenir y Parmenio ya no podía evitar que tocaran a su esposa. La muerte se cernía sobre ella y le había estado implorando que le ayudara, pero él se sentía impotente, no sabía cómo la podía ayudar, salvo dejarla en manos de aquellos matarifes más acostumbrados a curar heridas en campaña, que a curar y atender a verdaderos enfermos.
La trataron como si fuera un animal de granja al que asistían en el parto, con cuerdas y cubos de agua en vez de instrumental médico. Aún escuchaba en su cabeza los horripilantes gritos de su mujer y el alboroto organizado por una cuadrilla de incapaces, que al menos habían contribuido a traer al mundo innumerables reses. Si su mujer hubiese muerto, los habría matado a todos y cada uno de ellos, aunque le hubiese costado la vida. Después de los gritos, escuchó el apenas perceptible llanto de la hija a la que estaba contemplando. Una lágrima se deslizó a través de su mejilla y saltó de su rostro
hasta caer encima de la pequeña criatura, que se revolvía lentamente en su regazo.
Parmenio había entrado a todo correr al oír el escándalo, y lo primero que vio al entrar, fue el aspecto cansado, pero feliz, de su mujer pidiendo que le entregaran a su pequeña. Aquella imagen sería la que se quedase en la retina de Parmenio para siempre, jamás la había visto tan hermosa como aquel día, y su hija era el vivo retrato de su madre. Los rasgos suaves de su cara se entrelazaban con los cautivadores ojos azules y la larga melena desvencijada de su amada. Esos rasgos perfectos se contraponían a las profundas ojeras, el cansancio reflejado en su rostro y la falta de fuerzas que invadía su cuerpo.
Parmenio la recordaba tan frágil en ese momento que se volvió a enamorar de ella al instante. Allí postrada, pidiendo que le entregaran a su pequeña, iluminada por el bello rostro de su retoño. Parmenio se quedó quieto viendo la escena, como si el tiempo se hubiera ralentizado y hubiera ascendido al cielo del amor. Jamás volvería a amar, en ese momento lo tuvo claro.
Ahora el dolor inundaba sus venas. No quería hacerle daño, pero si no lo hacía él, lo harían otros, y jamás dejaría que nadie tocara a su pequeña. Él era un hombre de honor y cumpliría con su deber… Con el deber de su pueblo. La pequeña boca de su hija se abría y gimoteaba, fruto de la mano que la agitaba y la cubría con un diminuto paño, quitándole el frío que reinaba en la habitación. Se alejó lentamente de la cuna y se dirigió muy despacio hacia la puerta. Cada paso que daba era más duro que el anterior. Cada pequeña distancia que recorría hasta la puerta era un calvario que se marcaba dentro de su alma. Cada instante que transcurría, su agonía era mayor.
Llegó al umbral de la puerta y se detuvo contemplando la enorme pieza de madera que lo separaba del exterior. Su mano lentamente se iba acercando al pomo y al recuerdo de la Prueba de Nacimiento que todos los miembros de su pueblo debían pasar al llegar al mundo de los vivos. Los cinco sacerdotes le arrebataron a su pequeña, eran los encargados de cumplir con una tradición milenaria, y a los que odiaba con toda la fuerza de su espíritu. Examinaron su cuerpo después de desnudarlo y emitieron el fatal veredicto. Jamás se lo perdonaría, pero era el precio por pertenecer al pueblo que
habitaba el Caviadan.
La hilera de antorchas iluminaba la oscuridad de la noche, tan espesa como pocas. Los sacerdotes habían terminado el ritual y habían depositado el cuerpo de su hija en el gran altar de granito blanco que se elevaba sobre ellos. Los cánticos de las vestales y los bailes de sus cuerpos contoneándose alrededor del fuego, en un profundo trance, aún se mantenían en la retina de Parmenio. Y sobre todo aquellas palabras. Las palabras que le quebraron el alma para siempre.
— Esta niña lleva la marca, pero los augurios no son buenos. —repitió el supremo sacerdote—. Todos sabéis lo que esto significa. —Un silencio sepulcral inundó el claro del bosque en el que solían reunirse para realizar sus ceremonias más sagradas—. Ya lo hemos visto antes, y tú Parmenio, lo has
vivido en tus propias carnes. —La mirada fija del sacerdote, inquisitiva, se clavó alrededor de los demás Caballeros de Mirdar. Todos guardaron silencio, pero se mantuvieron del lado de su amigo, esperando una respuesta que no llegó por su parte—. La criatura está tullida y la marca le nace en su brazo izquierdo. Las lunas se esconden de nosotros. Las ascuas del fuego se
marchitan alejadas por el viento y el oso no ha aparecido por ningún lado. —
El silencio continuaba tan intenso como antes—. Las aves no sobrevuelan el cielo, las estrellas no iluminan el firmamento y los árboles no se mueven estremecidos por lo que pueda acontecer. ¡Miradla todos! —La pequeña mostraba una deformidad en su pie derecho que le ascendía casi hasta la rodilla. Apenas movía la pierna, era como si se encontrara agarrotada. Sin embargo, parecía que la pequeña disfrutaba con ello, como si para ella no fuera un problema—. Si no tuviera la marca…
— ¡Moriría igual, Eylim! —gritó Parmenio, quien no pudo reprimir más su rabia contenida.
— ¡Al menos tendría una oportunidad, Parmenio! —Le reprochó por su actitud el sacerdote—. Si lleva la marca ya sabes lo que significa. El veredicto está decidido y es claro. Cumple con tu deber Parmenio. —le exigió Eylim, volviéndole la espalda, y dando por concluida la ceremonia y cualquier tipo de queja.
Parmenio se había derrumbado en su recuerdo. Miró hacia el techo llorando, respiró hondo sin volver la mirada hacia su hija. Con decisión aferró el pomo de la puerta, lo giró y cruzó el umbral de la misma. Comenzó a andar con rapidez atravesando el atrio, y bajando los pequeños escalones de la casa, iluminados apenas por una linterna de barro cocido. Cuando se asomó al patio le embistió una ráfaga de aire helado que a punto estuvo de apagar la llama, de por sí débil. Al girar y llegar hasta el otro lado del patio la silueta de Lyliam lo detuvo. Su amada se encontraba delante de él. Estaba pálida
y tenía muy abiertos sus grandes ojos relucientes. Parmenio se quedó petrificado. Su mirada denotaba lo que sentía. Se encontraba profundamente defraudada por él. Lo notaba. Lo sentía. No pudo pronunciar una sola palabra por un instante, después sólo acertó a emitir un leve balbuceo. La sangre se le heló por completo. Las piernas fuertes como recios robles, robustas como pilares, se convirtieron en juncos. Los brazos le temblaban como si estuviera delante de su primer amor y no supiese qué decirle.
— No estaba hecha para nosotros y lo sabes… —murmuró con la voz quebrada—. No la hicieron para nosotros… No nos pertenece. —se intentaba justificar delante de su amada. Lyliam se mantenía impasible. Rogándole que no lo hiciera, que no se la llevara de su lado—. Lo tenía que hacer ahora, por la noche. Sino no habría sido capaz de hacerlo. No habría tenido fuerzas… Lyliam acercó sus manos hacia el pequeño envoltorio que llevaba Parmenio entre sus brazos, y con la mirada suplicante, buscó los ojos de su marido. La pequeña comenzó a gimotear levemente, y de pronto, estalló en un mar de lágrimas y sollozos. Parmenio no aguantó más y huyó de allí con toda la fuerza que le daban sus piernas, haciendo que su mujer se quedara de pie, inmóvil, oyendo como los lloros de su hija partían hacía la lejanía y se volvían cada vez más débiles, hasta perderse entre la floresta. Había nacido tullida, todos los augures lo tenían claro, y más llevando la marca en su brazo izquierdo.
Las leyes del Caviadan la habían condenado a muerte.
Parmenio corrió con todo el impulso que le daban sus poderosas piernas. El bosque se abría paso ante él con una velocidad pasmosa. Los árboles se convertían en pequeños tallos que cruzaban su vista llorosa a toda velocidad, mientras que la oscuridad no le ayudaba en nada a orientarse dentro del Caviadan. Sabía hacia dónde tenía que ir, hasta dónde tendría que dirigirse, hasta el Nak-Enade como lo llamaban los Mestizos. Las Montañas del Miedo. Ese nombre lo tomaba del gran río que cruzaba justo por el otro lado de las montañas, y que bajaba desde el norte, del lejano reino de los enanos, el reino de las Colinas del Norte de donde comenzaba a fluir. Descendía hasta Mirdar atravesando el Nak-Karhus, para juntarse con el Hevoras, el río que provenía del oeste, desde el Denias; para bordear finalmente el Nak-Enade y desembocar en el Lasha-Beseres. En esas montañas se encontraba el lugar de sacrificio de aquellos niños que nacían con la marca y no pasaban el ritual.
Los antepasados de los hombres que habitaban el Caviadan habían sufrido graves consecuencias permitiendo vivir a esa clase de niños. Al menos las leyendas del pasado así lo atestiguaban. Nadie permitiría que se volvieran a producir las atrocidades cometidas por esas criaturas, por eso eran sacrificados sin miramientos. No había concesiones. La sangre del pueblo de Caviadan descendía directamente de los primeros días del mundo, era un pueblo que aún conservaba los poderes y las fuerzas de aquellos días, pero sólo les correspondían a unos pocos elegidos. El tiempo y ciertos mestizajes, habían hecho que las fuerzas de aquellos hombres sólo se vieran reflejadas en aquellos en
que su sangre, su cuerpo y su espíritu, eran capaces de soportarlo. Aquellos que nacían con la marca y eran capaces de llevarla, eran venerados y respetados por todos dentro de la comunidad, pues mostraban lo que una vez fueron, y les hacían recordar lo poderosos que habían sido en el pasado a pesar de los siglos de olvido a los que habían sido sometidos. Aunque no siempre todos esos niños que nacían con la marca, lo hacían de una manera honrosa. Muchos eran incapaces de soportar el don que se les había entregado, y parecía como si estuvieran poseídos por alguna clase de demonio que no les dejaba ser ellos mismos, transformándoles en unos seres tan monstruosos y sedientos de sangre, que eran un peligro para todo aquel que se mantuviera cerca de ellos.
Al principio, se les permitía vivir y el castigo simplemente era el destierro. Un destierro del que jamás volverían. Pronto las noticias de las brutalidades que cometían lejos de sus tierras llegaron a oídos de los hombres del Caviadan y decidieron ponerles fin. Con cada nuevo nacimiento el niño era examinado, y aunque siempre había sido fácil identificar quienes se desviarían del camino, a veces se cometían errores que para muchos eran irreparables. Por eso en un principio el castigo fue el destierro. Con el tiempo se intentó salvar las almas de los poseídos. Los sacerdotes intentaron toda clase de exorcismos, sin que ninguno de ellos consiguiera dar sus frutos. La muerte era la única
alternativa, pero los errores seguían existiendo. Por eso los sacerdotes pusieron sus ojos en las cercanas Montañas del Miedo, para que fueran los dioses los que decidieran darles una oportunidad y la sentencia no recayera sobre ellos mismos. El Nak-Enade siempre habían sido unas montañas llenas de misterio. El aura que recorrían sus nubes perpetuas, siempre les habían otorgado un haz enigmático, que no se le escapaba a nadie que hubiese vivido cerca de aquellas tierras, o las hubiera
contemplado en su plenitud. Nada se contaba de ellas, pero todos las respetaban.
Simplemente siempre habían estado ahí, surcando el cielo de Mirdar para todo aquel que las observara desde el Bosque del Oso: el Caviadan. De alguna manera todas las culturas al oeste del Lasha-Beseres habían pensado que esas montañas eran el último lugar en el que habitaban los dioses dentro de todo el Mundo Conocido. Por eso la mayor parte de aquellos montes permanecían inexplorados, salvo por los mismos hombres que vivían a los pies de las Montañas del Miedo.
Incluso los propios Mirdalirs lo consideraban un lugar de culto y sagrado, y desde la fundación de Mirdar, todos los Caballeros de Mirdar eran enterrados en un inmenso mausoleo en Morens Alania, una montaña en el centro del Nak-Enade; por considerar, que los mejores guerreros de Mirdar, y sobre los que se sustentaba todo su poder, estarían más cerca de los dioses y tendrían un lugar privilegiado en el edén. Honor que era reconocido por todos los pueblos del Mundo Conocido, otorgándoles un prestigio difícilmente igualable por ningún otro guerrero y una posición envidiable por muchos, pues el nivel de vida que podían llevar, si cumplían sus obligaciones, era mucho mejor
que el de la mayoría de la gente considerada acomodada.
El camino que atravesaba esas montañas se denominaba Alda-Mirdar: el Sepelio de Mirdar. Era un camino muy poco transitado pues conducía directamente al Cabo Viejo de Mirdar, lugar donde eran enterrados los propios Mirdalirs. Sólo se utilizaba para transportar los cuerpos de los Mestizos, desde la Ciudad Blanca, hasta el mismo sitio en el que encontrarían descanso eterno, y así poder cruzar al Otro Lado en paz. Muy pocas veces las comitivas llegaban hasta el Lasha-Beseres, pues la mayor parte se detenían en Morens Alania, prácticamente a mitad de camino.
Cerca de Morens Alania, había un camino que se dirigía hacia el norte, siguiendo la estela que llegaba hasta el mismo río Enade. Era un paso estrecho que ascendía a través de las últimas montañas del Nak-Enade, en su parte norte, un sendero que ascendía por una de las laderas del Kailash. Ese lugar tan sólo era conocido por el pueblo que habitaba el Caviadan, un lugar de culto y ampliamente marcado dentro de su cultura, pues suponía el nuevo castigo para las aberraciones que no superaban el ritual.
Parmenio conocía muy bien ese lugar e intentaba evitarlo a toda costa, por encima incluso de sus propias fuerzas. Luchaba en su interior para sacarse de su cabeza el deber que tenía con su pueblo. Jadeaba. Su mente no hacía más que elucubrar, y sus ojos, no quitaban su mirada de las montañas que asomaban entre las copas de los árboles. Había parado de correr e intentaba poner claridad en su mente. Respiró hondo, intentando coger aire poco a poco, y volvió a mirar las montañas nubladas que se elevaban por entre los árboles del Caviadan. «Llegados hasta aquí, ya no hay vuelta atrás», pensó. Salió del bosque siguiendo la dirección que marcaba Alda-Mirdar y comenzó el ascenso hasta Morens Alania. Su paso era lento y tortuoso, mucho peor que el de cualquier peregrino.
Protegía a su hija del intenso viento que comenzaba a arreciar después de salir de la protección del bosque. La pequeña hacía rato que había dejado de llorar y se acurrucaba suavemente en el regazo de su padre, buscando el cobijo que él le daba.
Llegó al cruce que se desviaba hacia el Kailash, y lo siguió como un autómata, conocedor del camino. Se adentró en la niebla, tan intensa que apenas dejaba ver un palmo del sendero. Subió durante una larga y penosa hora hasta que de pronto, la senda se comenzó a nivelar muy lentamente, para después descender con suavidad. Parmenio caminó muy despacio, con tiento, pues la visión del camino se diluía debido a la intensa niebla. Resbaló y se tropezó con una pequeña roca del camino, cayendo de espaldas.
Cuando se levantó vio la señal del oso, la marca de un zarpazo impregnada en la piedra.
Parmenio se detuvo al instante, sabía que había llegado al lugar y que debía andar con
sumo cuidado.
Tanteó a su alrededor, se sentó sin soltar ni un momento el pequeño envoltorio que llevaba entre sus brazos, y buscó con la mano libre algo que le pudiera indicar a qué distancia estaba el altar. Suavemente tocó el suelo con la palma de la mano hasta que halló una pequeña piedra. La aferró y se puso de nuevo en pié. La lanzó con delicadeza, apenas a unos pies de distancia delante de él, y no se oyó ni un sólo sonido que emitiera la piedra al chocar contra el suelo. Parmenio respiró más tranquilo, un poco más y se hubiera precipitado al vacío junto con su hija. La bruma se disipó y pudo ver al fin el inmenso precipicio que se abría ante sus ojos y caía abruptamente hacia el río Enade.
El altar era una sencilla escalinata que se adentraba en un saliente natural dentro del enorme precipicio. La escalera estaba tallada aparentemente de forma elaborada, pero claramente desgastada por el paso del tiempo. Los peldaños estaban redondeados y las filigranas y ornamentos apenas se dejaban entrever los pulidos escalones. Parmenio, después de observarlos durante un buen rato, se decidió a subir los cinco peldaños que le separaban de la parte superior del altar. Una superficie circular de veintidós pies de diámetro asomaba directamente hacia las fauces del gran río que bramaba en las profundidades.
Parmenio se acercó al borde. Se asomó y la bruma le envolvió de nuevo. Los dioses le estaban poniendo las cosas fáciles al no dejarle ver el trágico final que acaecería a su hija. La apretó contra su pecho con fuerza. No podía hacerlo. Su corazón estaba a punto de quebrarse. Su mente no daba más de sí, estaba a punto del colapso. Se estaba ahogando con las lágrimas que brotaban de entre sus ojos y que le recorrían sus mejillas.
No podía evitar que salieran una y otra vez, una y otra vez. Parmenio ya no sabía si su
visión se había nublado por la intensa niebla o por la abundancia de sus sollozos. Giró la
cara para no ver, aunque sus ojos se mantuvieran nublados. Asomó el envoltorio al borde
del precipicio, escuchando el rugido de los rápidos en el fondo del cañón, y esperó a que
sus manos entumecidas flojearan y terminaran al fin con su sufrimiento. Era el designio
de su pueblo y tenía que ser así, tenía que cumplir con su deber.
Continuara....
en Leyendas de Mirdalirs 2-Irna
Si eres autor y quieres aparecer con algún texto en un relato y un café, envíame un correo a anescris2@hotmail.com, con asunto: Un relato y un café. Y yo me pondré en contacto con vosotros.
Holaa!!
ResponderEliminarEl libro lo tengo pendiente y me ha dejado mal sabor de boca lo que has puesto.
Sé que es una historia pero buff...
Holaaaa!!!
ResponderEliminarPues la verdad que no concia nada del autor!!
Pero el relato me encanta, me gusta mucho este tipo de género!
Un besazo
Noa en el baúl de los sueños
Hola!! Un relato lleno de imaginación aunque en este momento tengo muchas lecturas pendientes, gracias
ResponderEliminar¡Holaaa! Acabo de descubrir tu blog y me quedo por aquí ;)
ResponderEliminarEl prólogo me ha parecido muuuy bonito y quiero ponerme a investigar un poco de él porque me ha llamado mucho la atención *-*
Gracias por compartirlo!!
Un beso y nos leemos <33
Te dejo mi blog por si quieres pasarte http://deliriumnervosa.blogspot.com.es/
Hola Esther! Muy buena sección mejor relato. Un besazo.
ResponderEliminarHola Esther, lo primero gracias por pasarte por mi blog, ya te sigo de vuelta.
ResponderEliminarNo conocía al autor (así que me lo apunto para investigar sobre sus obras), me ha encantado el relato.
Muchas gracias por la entrada, un beso