Alonso Barán,
—¿Quién ha encontrado el cadáver?
—Una pareja que buscaba intimidad, inspector.
—Pues esta arboleda no me parece el mejor lugar para echar un polvo—dijo Elián y se puso unos guantes de látex—. Edgar, ¿qué tenemos?
—Mujer de raza blanca. De unos treinta años. Pelo castaño. Pesará unos sesenta kilos y medirá un metro sesenta y cinco. Ha aparecido desnuda y boca abajo. No la hemos movido —le respondió el agente de la policía científica.
—Vaya manera de empezar el día. —Elián sacó su libreta del bolsillo de la americana y se dispuso a examinar el cuerpo—. Por los hematomas del cuello parece que murió estrangulada. —Anotó sus observaciones y estudió el escenario del crimen—. No hay signos de pelea. En el suelo
hay pisadas y marcas que parecen indicar que el cadáver fue arrastrado por un único hombre. Supongo que debió ser el asesino quien abandonó el cadáver y que utilizó su coche para traerlo hasta el parque. —Hizo una seña a un agente—. Hable con la central. Tal vez una cámara de la calle
haya grabado a alguien sacando un bulto de un automóvil. Dígales que me envíen a comisaría las grabaciones de las últimas veinticuatro horas de todo el perímetro del parque.
—A sus órdenes, inspector.
Elián se acercó al cuerpo y observó la mano derecha de la víctima.
—Conserva sus anillos de oro. El asesino no pasa apuros económicos —susurró pensativo. Elián se giró y gritó a dos agentes—: ¡Eh, vosotros! ¡Poneos los guantes y venid aquí!
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Edgar.
—Vamos a darle la vuelta al cadáver.
Los dos policías de uniforme se acercaron y, con sumo cuidado, giraron el cuerpo de la mujer.
—¡Dios mío! —exclamó uno de los agentes.
—Tu primera vez, ¿eh?
—Nunca había visto nada igual, inspector.
—Estás pálido, ¡vete de aquí! No quiero que vomites y destruyas pruebas —le espetó Elián.
—¡Madre mía…! —Edgar se acercó y sacó varias fotos del cadáver.
—Solo un hijo de puta loco haría algo así. —Elián se agachó en cuclillas y observó el sanguinolento agujero, del tamaño de un puño, que la mujer tenía entre los dos senos.
—Le han quitado el esternón y le han arrancado el corazón —comentó Edgar.
—Tengo ojos en la cara —contestó Elián—. Seguramente el asesino se lo quedó como trofeo. —Se acercó un poco más a la cavidad del pecho de la mujer—. Hay algo dentro.
Edgar le tendió unas pinzas inversas. El inspector las abrió un par de veces, se remangó la americana y hurgó dentro del agujero.
—¿Qué es eso?
—Un pañuelo negro..., y parece que envuelve algo. —Elián lo sujetó en la palma de su mano y lo abrió con el celo de un cirujano. Edgar fotografió su contenido: una flor con cuatro pétalos violetas—. Dame un par de bolsas de pruebas para guardar esto —ordenó Elián a un agente que obedeció al instante.
—¿Qué significará? —inquirió Edgar.
—Tranquilo. Nos lo dirá el cabrón que lo puso ahí. —El inspector guardó la flor y el pañuelo, cada uno en una bolsa de plástico trasparente.
Tras un par de horas examinando la escena del crimen, Elián se convenció de que no encontrarían nada más allí.
—Edgar, haz que trasladen el cadáver en cuanto lo autorice el juez.
—Dalo por hecho.
—Buen chico. —Elián abandonó la arboleda y avanzó a través de una llanura de césped, expuesto a la ardiente claridad. A su alrededor, las chicharras llenaban el aire con su ronca melodía. Se detuvo en la mitad de la explanada de suelo verde y miró hacia el sol. «No son ni las once de la mañana», pensó, «y ya debe hacer cuarenta grados».
Salió del recinto del parque y se dirigió hacia su coche. Abrió la puerta y reparó en un grafiti, pintado en un muro al otro lado de la calle, que le llamó la atención:«El destino de un hombre está determinado por dos poderes: disposición y azar; y muy rara vez, quizás nunca, por solo uno de ellos». Sigmund Freud.
Junto a la pintada divisó a un hombre, vestido con una gabardina raída y sucia, que estaba parado en la esquina de la calle. Sus miradas se toparon y el desconocido corrió hasta un callejón cercano. El inspector caminó hasta allí y encontró al desconocido de pie, entre dos contenedores de basura, mirándolo y murmurando palabras que hacían temblar su descuidada y canosa barba.
—Buenos días. ¿Me permite ver su documentación? —Elián advirtió que el desconocido apretó los labios y tensó la espalda—. ¿No me ha oído? Necesito ver su…
—¡Al enfrentarme a la locura perdí! ¿Reconoces su rostro? —dijo el hombre con los ojos muy abiertos.
—¿Qué ha dicho?
El hombre parpadeó varias veces, pero no respondió. Su barbilla temblaba como si tiritara de frío.
—Peor para usted… —Elián se llevó la mano a la cintura en busca de las esposas.
—Pierde el tiempo, camarada —lo alertó un hombre a su espalda. El inspector se giró hacia la voz y, a contraluz, vio una figura achaparrada que caminaba cojeando hacia él.
—¿Quién es usted?
—No le sacará ni una palabra coherente. Está loco —comentó el recién llegado, con voz congestionada y alcoholizada. Llevaba un andrajoso traje y su cara tenía una expresión afable. Unos mechones de pelo grasiento disimulaban su cuero cabelludo plagado de eccemas y costras.
—Enséñeme su documentación.
—La perdí hace tiempo.
—Ya me hago una idea, ya. —El hedor corporal del indigente le hizo apartar la cara—. ¿Sabe que en la misión de Santa Ana puede ducharse? El hombre de la gabardina reconoció a su amigo y alargó los brazos hacia él.
—¡Es de la fundación Z! ¡Pero no me cogerá! ¡A mi hijo pequeño lo encontraron descuartizado en una maleta! ¡La fundación Z! ¡Malditos demonios!
—¿Cómo se llama?
—Mi nombre es Larry.
—¿Y él?
—Nunca lo ha mencionado. Teme que lo encuentre la fundación esa de la que habla. —Larry señaló a su compañero, que había pegado la cara contra la pared y permanecía atento, como si escuchara a través de ella.
—A mí me ha dicho algo distinto.
—¿Qué?
—Que perdió contra la locura y que si reconozco su rostro.
—Pues en tres años nunca había dicho nada parecido.
—¿Deambula usted mucho por aquí? ¿Ha visto a alguien sacar un bulto de un coche?
—No he visto nada.
—¿Recuerda haber visto a alguien comportándose de forma que le pareciera sospechosa?
—No. —Larry se movió un par de pasos al son de su cojera.
—¿Qué le ha pasado en la pierna?
—¡Ah! ¡El inicio de mi desgracia! Póquer y personas con mal humor.
—Entiendo.
—No, no lo entiende. ¡Cree que sí, pero no! —Asintió varias veces—.
Yo era jugador de cartas profesional, pero no supe leer el azar, aunque me avisó varias veces de mi... funesto destino.
—Ya, claro..., el azar.
—No me toma en serio.
—Lo cierto es que no me creo lo que dicen los pirados.
Larry miró a su alrededor. Tras comprobar que estaban solos, dijo con solemnidad:
—Debe creerme; el destino habla a través del azar. ¡Un día lo entenderá!
—Lo que usted diga.
—Usted se ríe, pero míreme, ¡míreme! —Se dejó caer de rodillas y se abrió la americana de un tirón—. ¡En esto me he convertido! ¡El azar me traicionó! —Intentó levantarse, pero su pierna lastimada se lo impedía. Elián lo ayudó a incorporarse, pero el indigente se trastabilló y cayó entre sus brazos. El rostro de Larry golpeó accidentalmente contra el del policía—. Escúcheme. Lea el azar y podrá engañar a su destino —susurró con su aliento rancio de vino—. El azar es el lenguaje del destino.
—¡Déjeme en paz! —Elián lo apartó con el codo y se encaminó hacia la salida del callejón.
—¡El destino quería que nos encontrásemos! —gritó Larry—. ¡No ha sido casualidad! ¡Ha sido el destino! ¡El destino! —Levantó el dedo índice y lo señaló.
Elián enfiló la calle. Miró por encima de su hombro para comprobar que nadie lo seguía, tropezó y se golpeó el pie contra un adoquín que sobresalía.
—¡Lo que me faltaba! —Elián caminó dolorido hasta donde había estacionado su Dodge Stratus. Subió a su vehículo y puso el motor en marcha. No sabía por qué, pero le producía angustia rememorar su conversación con Larry. Tragó saliva, encendió la radio y buscó algo de música en el dial.
Tras conducir durante media hora, Elián llegó al aparcamiento de la comisaría. Estacionó su vehículo y caminó con cansinos pasos por la calle hasta el edificio de la policía. Dentro del ambiente gris y azul de la comisaría, la oficina de investigación era un espacio diáfano salpicado por las mesas de los inspectores. Elián entró en la estancia. A su derecha, en la sala de reuniones, vio que un sargento impartía instrucciones a sus agentes. Se detuvo y prestó atención, pero la información que facilitaba
el suboficial no afectaba a ninguno de sus casos. Entró en los vestuarios y se miró en el espejo. Se cercioró de que ningún cabello de su pelo castaño sobresalía de su peinado. Se acercó un poco más a su reflejo y comprobó que no tenía ojeras bajo el azul de sus ojos. Fue hacia la puerta y, antes de salir, se giró y contempló de nuevo su atuendo en el espejo. Se ajustó la corbata y salió del vestuario, satisfecho con su impecable aspecto. Atravesó la oficina y llegó a su escritorio. Osmar Acosta, un corpulento inspector, leía el periódico sentado en la mesa enfrente de la suya.
—Buenos días —dijo y lo miró a través de sus gafas para vista cansada.
—¿Qué tal estás, Osmar? —Elián contempló a su compañero durante unos segundos y cayó en la cuenta de que nunca lo había visto alterado por nada y que apenas dejaba traslucir emociones en su negra tez—. Voy a por un café. ¿Quieres uno?
—No, gracias —dijo el inspector Acosta sin levantar la vista de su lectura.
Elián guardó su revólver en el segundo cajón de su escritorio y, bajo unos clips, vio su condecoración al mérito policial. Fue a la sala de descanso, situada al fondo de la estancia, y en el umbral se topó con el inspector David Galán. Su compañero llevaba una taza de café en una mano y vestía con su estilo habitual: pantalón vaquero ajustado y una camiseta que marcaba su musculatura.
—Hey, súper poli —dijo David con tono burlón.
—He oído que solo sirves para derribar puertas. ¿No has pensado en devolver la placa y hacerte cerrajero?
David se giró y le mostró el dedo corazón.
Elián se sirvió un café solo y sin azúcar. Sopló el líquido negro y, a través de la ventana que daba a la oficina, vio que la capitana, Olga Medial, salía de su despacho y hablaba con un agente de uniforme. El policía asintió, deambuló por la estancia buscando a alguien y preguntó al inspector David Galán, que le respondió con brevedad. El agente se dirigió a la sala de descanso.
—Señor, la capitana lo busca.
Elián tiró el café en el fregadero. A pocos pasos de la sala de descanso se encontraba el despacho de Olga Medial. El inspector golpeó la puerta y entró sin esperar. Olga estaba hablando por teléfono.
—Ahora te vuelvo a llamar —dijo y colgó.
—¿Me buscabas? —preguntó Elián.
—Quiero un informe preliminar de la investigación antes de que te vayas.
—Cuando tenga todas las piezas le daré el rompecabezas resuelto.
—Es una orden —dijo con gesto severo.
—Sí, señora.
—Y archiva esto cuando puedas. —La capitana le tendió unas carpetas con expedientes.
Elián forzó una sonrisa y salió del despacho. Se sentó en su escritorio y, de un cajón, sacó un mapa urbano que extendió sobre la mesa. Señaló el lugar donde se había encontrado el cuerpo y revisó las notas de su libreta. Encendió su ordenador y empezó a escribir el análisis de la escena del crimen:
Elián dejó de escribir. Intentaba concentrarse, pero se lo impedía la conversación que David Galán mantenía con un agente.
—Me ha parecido que la novata se fija mucho en ti —comentó David mientras se palpaba los músculos de los brazos.
—¿Qué novata?
—La agente Soler. La guapa morenita… —David apretó los bíceps y las venas se le hincharon.
—Ah, si tú lo dices. No me había fijado.
—¿No? ¿Eres marica o qué?
Elián dio un golpe sobre la mesa.
—¡Algunos intentamos trabajar! —espetó y se puso de pie con violencia. Cogió las carpetas que su capitana le había ordenado archivar y fue a la sala del registro. Antes de guardar los documentos, los hojeó por última vez. Revisó el caso del asesino pedófilo Richard Bilancia. En el expediente encontró fotos de la víctima, una niña de ocho años. Se detuvo en la foto del criminal el día que fue arrestado—. ¡Jodida escoria!
—Elián cerró la carpeta de sopetón.
Regresó a la oficina y se sentó en su escritorio. Recordó la foto de Richard Bilancia y torció el gesto.
—¡Hijo de puta! —susurró.
Su teléfono interrumpió sus pensamientos.
—¿Sí?
—¿El inspector Ventura?
—Sí.
—Hola. Soy Sebastián Reznor. Supongo que me conocerá. Soy reportero de…
Relatos de Sábado, El azar no se llora de Alonso Barán
Alonso Barán
presenta
“El Azar no Se Llora”
Capítulo 1
—Una pareja que buscaba intimidad, inspector.
—Pues esta arboleda no me parece el mejor lugar para echar un polvo—dijo Elián y se puso unos guantes de látex—. Edgar, ¿qué tenemos?
—Mujer de raza blanca. De unos treinta años. Pelo castaño. Pesará unos sesenta kilos y medirá un metro sesenta y cinco. Ha aparecido desnuda y boca abajo. No la hemos movido —le respondió el agente de la policía científica.
—Vaya manera de empezar el día. —Elián sacó su libreta del bolsillo de la americana y se dispuso a examinar el cuerpo—. Por los hematomas del cuello parece que murió estrangulada. —Anotó sus observaciones y estudió el escenario del crimen—. No hay signos de pelea. En el suelo
hay pisadas y marcas que parecen indicar que el cadáver fue arrastrado por un único hombre. Supongo que debió ser el asesino quien abandonó el cadáver y que utilizó su coche para traerlo hasta el parque. —Hizo una seña a un agente—. Hable con la central. Tal vez una cámara de la calle
haya grabado a alguien sacando un bulto de un automóvil. Dígales que me envíen a comisaría las grabaciones de las últimas veinticuatro horas de todo el perímetro del parque.
—A sus órdenes, inspector.
Elián se acercó al cuerpo y observó la mano derecha de la víctima.
—Conserva sus anillos de oro. El asesino no pasa apuros económicos —susurró pensativo. Elián se giró y gritó a dos agentes—: ¡Eh, vosotros! ¡Poneos los guantes y venid aquí!
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Edgar.
—Vamos a darle la vuelta al cadáver.
Los dos policías de uniforme se acercaron y, con sumo cuidado, giraron el cuerpo de la mujer.
—¡Dios mío! —exclamó uno de los agentes.
—Tu primera vez, ¿eh?
—Nunca había visto nada igual, inspector.
—Estás pálido, ¡vete de aquí! No quiero que vomites y destruyas pruebas —le espetó Elián.
—¡Madre mía…! —Edgar se acercó y sacó varias fotos del cadáver.
—Solo un hijo de puta loco haría algo así. —Elián se agachó en cuclillas y observó el sanguinolento agujero, del tamaño de un puño, que la mujer tenía entre los dos senos.
—Le han quitado el esternón y le han arrancado el corazón —comentó Edgar.
—Tengo ojos en la cara —contestó Elián—. Seguramente el asesino se lo quedó como trofeo. —Se acercó un poco más a la cavidad del pecho de la mujer—. Hay algo dentro.
Edgar le tendió unas pinzas inversas. El inspector las abrió un par de veces, se remangó la americana y hurgó dentro del agujero.
—¿Qué es eso?
—Un pañuelo negro..., y parece que envuelve algo. —Elián lo sujetó en la palma de su mano y lo abrió con el celo de un cirujano. Edgar fotografió su contenido: una flor con cuatro pétalos violetas—. Dame un par de bolsas de pruebas para guardar esto —ordenó Elián a un agente que obedeció al instante.
—¿Qué significará? —inquirió Edgar.
—Tranquilo. Nos lo dirá el cabrón que lo puso ahí. —El inspector guardó la flor y el pañuelo, cada uno en una bolsa de plástico trasparente.
Tras un par de horas examinando la escena del crimen, Elián se convenció de que no encontrarían nada más allí.
—Edgar, haz que trasladen el cadáver en cuanto lo autorice el juez.
—Dalo por hecho.
—Buen chico. —Elián abandonó la arboleda y avanzó a través de una llanura de césped, expuesto a la ardiente claridad. A su alrededor, las chicharras llenaban el aire con su ronca melodía. Se detuvo en la mitad de la explanada de suelo verde y miró hacia el sol. «No son ni las once de la mañana», pensó, «y ya debe hacer cuarenta grados».
Salió del recinto del parque y se dirigió hacia su coche. Abrió la puerta y reparó en un grafiti, pintado en un muro al otro lado de la calle, que le llamó la atención:«El destino de un hombre está determinado por dos poderes: disposición y azar; y muy rara vez, quizás nunca, por solo uno de ellos». Sigmund Freud.
Junto a la pintada divisó a un hombre, vestido con una gabardina raída y sucia, que estaba parado en la esquina de la calle. Sus miradas se toparon y el desconocido corrió hasta un callejón cercano. El inspector caminó hasta allí y encontró al desconocido de pie, entre dos contenedores de basura, mirándolo y murmurando palabras que hacían temblar su descuidada y canosa barba.
—Buenos días. ¿Me permite ver su documentación? —Elián advirtió que el desconocido apretó los labios y tensó la espalda—. ¿No me ha oído? Necesito ver su…
—¡Al enfrentarme a la locura perdí! ¿Reconoces su rostro? —dijo el hombre con los ojos muy abiertos.
—¿Qué ha dicho?
El hombre parpadeó varias veces, pero no respondió. Su barbilla temblaba como si tiritara de frío.
—Peor para usted… —Elián se llevó la mano a la cintura en busca de las esposas.
—Pierde el tiempo, camarada —lo alertó un hombre a su espalda. El inspector se giró hacia la voz y, a contraluz, vio una figura achaparrada que caminaba cojeando hacia él.
—¿Quién es usted?
—No le sacará ni una palabra coherente. Está loco —comentó el recién llegado, con voz congestionada y alcoholizada. Llevaba un andrajoso traje y su cara tenía una expresión afable. Unos mechones de pelo grasiento disimulaban su cuero cabelludo plagado de eccemas y costras.
—Enséñeme su documentación.
—La perdí hace tiempo.
—Ya me hago una idea, ya. —El hedor corporal del indigente le hizo apartar la cara—. ¿Sabe que en la misión de Santa Ana puede ducharse? El hombre de la gabardina reconoció a su amigo y alargó los brazos hacia él.
—¡Es de la fundación Z! ¡Pero no me cogerá! ¡A mi hijo pequeño lo encontraron descuartizado en una maleta! ¡La fundación Z! ¡Malditos demonios!
—¿Cómo se llama?
—Mi nombre es Larry.
—¿Y él?
—Nunca lo ha mencionado. Teme que lo encuentre la fundación esa de la que habla. —Larry señaló a su compañero, que había pegado la cara contra la pared y permanecía atento, como si escuchara a través de ella.
—A mí me ha dicho algo distinto.
—¿Qué?
—Que perdió contra la locura y que si reconozco su rostro.
—Pues en tres años nunca había dicho nada parecido.
—¿Deambula usted mucho por aquí? ¿Ha visto a alguien sacar un bulto de un coche?
—No he visto nada.
—¿Recuerda haber visto a alguien comportándose de forma que le pareciera sospechosa?
—No. —Larry se movió un par de pasos al son de su cojera.
—¿Qué le ha pasado en la pierna?
—¡Ah! ¡El inicio de mi desgracia! Póquer y personas con mal humor.
—Entiendo.
—No, no lo entiende. ¡Cree que sí, pero no! —Asintió varias veces—.
Yo era jugador de cartas profesional, pero no supe leer el azar, aunque me avisó varias veces de mi... funesto destino.
—Ya, claro..., el azar.
—No me toma en serio.
—Lo cierto es que no me creo lo que dicen los pirados.
Larry miró a su alrededor. Tras comprobar que estaban solos, dijo con solemnidad:
—Debe creerme; el destino habla a través del azar. ¡Un día lo entenderá!
—Lo que usted diga.
—Usted se ríe, pero míreme, ¡míreme! —Se dejó caer de rodillas y se abrió la americana de un tirón—. ¡En esto me he convertido! ¡El azar me traicionó! —Intentó levantarse, pero su pierna lastimada se lo impedía. Elián lo ayudó a incorporarse, pero el indigente se trastabilló y cayó entre sus brazos. El rostro de Larry golpeó accidentalmente contra el del policía—. Escúcheme. Lea el azar y podrá engañar a su destino —susurró con su aliento rancio de vino—. El azar es el lenguaje del destino.
—¡Déjeme en paz! —Elián lo apartó con el codo y se encaminó hacia la salida del callejón.
—¡El destino quería que nos encontrásemos! —gritó Larry—. ¡No ha sido casualidad! ¡Ha sido el destino! ¡El destino! —Levantó el dedo índice y lo señaló.
Elián enfiló la calle. Miró por encima de su hombro para comprobar que nadie lo seguía, tropezó y se golpeó el pie contra un adoquín que sobresalía.
—¡Lo que me faltaba! —Elián caminó dolorido hasta donde había estacionado su Dodge Stratus. Subió a su vehículo y puso el motor en marcha. No sabía por qué, pero le producía angustia rememorar su conversación con Larry. Tragó saliva, encendió la radio y buscó algo de música en el dial.
Tras conducir durante media hora, Elián llegó al aparcamiento de la comisaría. Estacionó su vehículo y caminó con cansinos pasos por la calle hasta el edificio de la policía. Dentro del ambiente gris y azul de la comisaría, la oficina de investigación era un espacio diáfano salpicado por las mesas de los inspectores. Elián entró en la estancia. A su derecha, en la sala de reuniones, vio que un sargento impartía instrucciones a sus agentes. Se detuvo y prestó atención, pero la información que facilitaba
el suboficial no afectaba a ninguno de sus casos. Entró en los vestuarios y se miró en el espejo. Se cercioró de que ningún cabello de su pelo castaño sobresalía de su peinado. Se acercó un poco más a su reflejo y comprobó que no tenía ojeras bajo el azul de sus ojos. Fue hacia la puerta y, antes de salir, se giró y contempló de nuevo su atuendo en el espejo. Se ajustó la corbata y salió del vestuario, satisfecho con su impecable aspecto. Atravesó la oficina y llegó a su escritorio. Osmar Acosta, un corpulento inspector, leía el periódico sentado en la mesa enfrente de la suya.
—Buenos días —dijo y lo miró a través de sus gafas para vista cansada.
—¿Qué tal estás, Osmar? —Elián contempló a su compañero durante unos segundos y cayó en la cuenta de que nunca lo había visto alterado por nada y que apenas dejaba traslucir emociones en su negra tez—. Voy a por un café. ¿Quieres uno?
—No, gracias —dijo el inspector Acosta sin levantar la vista de su lectura.
Elián guardó su revólver en el segundo cajón de su escritorio y, bajo unos clips, vio su condecoración al mérito policial. Fue a la sala de descanso, situada al fondo de la estancia, y en el umbral se topó con el inspector David Galán. Su compañero llevaba una taza de café en una mano y vestía con su estilo habitual: pantalón vaquero ajustado y una camiseta que marcaba su musculatura.
—Hey, súper poli —dijo David con tono burlón.
—He oído que solo sirves para derribar puertas. ¿No has pensado en devolver la placa y hacerte cerrajero?
David se giró y le mostró el dedo corazón.
Elián se sirvió un café solo y sin azúcar. Sopló el líquido negro y, a través de la ventana que daba a la oficina, vio que la capitana, Olga Medial, salía de su despacho y hablaba con un agente de uniforme. El policía asintió, deambuló por la estancia buscando a alguien y preguntó al inspector David Galán, que le respondió con brevedad. El agente se dirigió a la sala de descanso.
—Señor, la capitana lo busca.
Elián tiró el café en el fregadero. A pocos pasos de la sala de descanso se encontraba el despacho de Olga Medial. El inspector golpeó la puerta y entró sin esperar. Olga estaba hablando por teléfono.
—Ahora te vuelvo a llamar —dijo y colgó.
—¿Me buscabas? —preguntó Elián.
—Quiero un informe preliminar de la investigación antes de que te vayas.
—Cuando tenga todas las piezas le daré el rompecabezas resuelto.
—Es una orden —dijo con gesto severo.
—Sí, señora.
—Y archiva esto cuando puedas. —La capitana le tendió unas carpetas con expedientes.
Elián forzó una sonrisa y salió del despacho. Se sentó en su escritorio y, de un cajón, sacó un mapa urbano que extendió sobre la mesa. Señaló el lugar donde se había encontrado el cuerpo y revisó las notas de su libreta. Encendió su ordenador y empezó a escribir el análisis de la escena del crimen:
Escena final: El Parque del Conde. Zona de fácil acceso y lugar donde el asesino abandonó el cuerpo. No perpetró allí el homicidio.
El cadáver era visible, el asesino no tenía intención de ocultarlo, lo que indica que está orgulloso de su obra y que es vanidoso y desafiante. Esto denota que tiene rasgos narcisistas de personalidad, que está seguro de sí mismo y que tiene un alto grado de psicopatía.
La estrangulación manual es típica en asesinos organizados y bien integrados en la sociedad. Que la víctima conserve sus anillos, apuntala la posibilidad de que nos encontremos ante este tipo de asesino.
El asesino arrancó el corazón a su víctima. Esto indica que dispone de un lugar que le proporciona la intimidad necesaria para poder practicar la tortura sin ser descubierto. La extracción de la víscera confirma que el criminal tiene un umbral de ansiedad muy alto y que encuentra en este comportamiento una recompensa emocional.
Su ritual de introducir un objeto en la caja torácica (una flor de cuatro pétalos violetas envuelta en un pañuelo negro), demuestra que el asesino no ha sentido remordimiento por sus actos y que volverá a matar: usa el cuerpo de la víctima para dejar su firma con la intención de establecer un diálogo y transmitir un mensaje cargado de significación psicológica para él.
—Me ha parecido que la novata se fija mucho en ti —comentó David mientras se palpaba los músculos de los brazos.
—¿Qué novata?
—La agente Soler. La guapa morenita… —David apretó los bíceps y las venas se le hincharon.
—Ah, si tú lo dices. No me había fijado.
—¿No? ¿Eres marica o qué?
Elián dio un golpe sobre la mesa.
—¡Algunos intentamos trabajar! —espetó y se puso de pie con violencia. Cogió las carpetas que su capitana le había ordenado archivar y fue a la sala del registro. Antes de guardar los documentos, los hojeó por última vez. Revisó el caso del asesino pedófilo Richard Bilancia. En el expediente encontró fotos de la víctima, una niña de ocho años. Se detuvo en la foto del criminal el día que fue arrestado—. ¡Jodida escoria!
—Elián cerró la carpeta de sopetón.
Regresó a la oficina y se sentó en su escritorio. Recordó la foto de Richard Bilancia y torció el gesto.
—¡Hijo de puta! —susurró.
Su teléfono interrumpió sus pensamientos.
—¿Sí?
—¿El inspector Ventura?
—Sí.
—Hola. Soy Sebastián Reznor. Supongo que me conocerá. Soy reportero de…
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