Charlotte Bronte,

Relatos de Sabado , Jane Eyre de Charlotte Bronte

0:00 Maria Esther Borrero Calderita 0 Comments




Capítulo primero

     Aquel día no podríamos salir a pasear de nuevo. Por la mañana habíamos dado una vuelta por el desolado jardín, pero a la hora de comer —que solía ser temprana, cuando mistress Reed no tenía invitados a su mesa— aquel cierzo tan frío de por la mañana trajo unos nubarrones negros y espesos que se convirtieron en una lluvia helada, persistente y tenaz. Yo estaba encantada, mientras que
para los demás aquello significaba una contrariedad. En los días de mal tiempo y bajas temperaturas, era un tormento para mí la obligación de salir de paseo, o, simplemente, salir al exterior para hacer algún trabajo, puesto que siempre volvía a casa, al caer de la tarde, con los dedos de manos y pies completamente helados, el ánimo entristecido por los continuos reproches de que era objeto por parte de Bessie, la nurse que nos acompañaba, y además me sentía profundamente humillada al compararme con los hijos de mistress Reed y notar mi inferioridad física.

     Los tres niños aludidos se llamaban Elisa, John y Georgina, y en aquellos instantes se hallaban agrupados en torno a su madre, que, sentada en un sofá al lado de la chimenea, parecía completamente feliz al tenerlos allí. Estaban muy formalitos, y por el momento no se les ocurría
llorar ni disputar. Yo me mantenía alejada del grupo, pensando: «Mistress Reed desea que no me acerque a ella en tanto que no haya oído el informe que le ha de dar Bessie acerca de mi conducta de hoy, aparte de que, por sí misma, ha de observar lo formalita y lo buena que me voy haciendo, y que mi carácter es más sociable y alegre que hasta ahora. Mientras tanto, no me permitirá disfrutar de
unos privilegios que sólo corresponden como premio a los niños felices y contentos».


     —¿Qué le ha dicho Bessie de mi conducta? —acabé preguntando.
     —Jane, no me gustan nada las preguntonas ni las niñas revoltosas; además, está severamente prohibido que los niños se dirijan a sus mayores en semejante forma. Siéntate en cualquier parte, y mientras no seas capaz de hablar como es debido, cállate.

      Junto al saloncito había un pequeño comedor que se usaba a la hora del desayuno. Yo me metí en él porque había allí una estantería con libros, y tomando uno de éstos, que procuré que estuviera bien ilustrado con grabados, me dirigí hacia el escaño que había en la ventana, en el que subí de pie, para luego sentarme en él a la turca; procuré colocar las cortinas en forma que me ocultaran a todas las
miradas, y me sentí a gusto en mi retiro.

     A mi derecha, la tapicería caía en espesos pliegues colorados, en tanto que al lado siniestro tenía los cristales de la ventana separándome y protegiéndome contra el frío de aquel helado día de noviembre tan triste. A veces, y en el momento de volver alguna página de mi libro, echaba una
mirada sobre el paisaje que desde mi observatorio se podía descubrir. A lo lejos se veía una borrosa mezcolanza de niebla y de nubarrones oscuros, y, más cerca, la pradera de césped saturado de agua y el desnudo matorral, sobre los que no cesaba de diluviar interminablemente. Era de suponer que la helada que siguiera a aquella copiosa lluvia habría de terminar de quemarlos con sus mordiscos
despiadados.

     Volví de nuevo a fijar mi atención en el libro —Historia de las aves de la Gran Bretaña, de Bewick—, aunque, a decir verdad, no leía gran cosa; sin embargo, había unas páginas de la introducción que, a pesar de mi corta edad, consiguieron interesarme mucho. Se trataba de aquellas
en que se describían los nidos de las aves marinas, que suelen ser los únicos habitantes de las «rocas solitarias y de los promontorios» que se hallan en las costas noruegas y en todas las islas de la parte sur, desde Lindeness o Naze, hasta el Cabo Norte... «Donde el Océano Glacial, en continuo movimiento, — se agita frenético alrededor de las desiertas islas — llenas de desolación de la lejana Thule, — y el Atlántico rebulle tormentosamente, — rodeando a las Hébridas».




     Tampoco dejé de interesarme por la sugestión que para mí poseían las desiertas playas de Laponia, Siberia, Spitzberg, Nueva Zembla, Groenlandia e Islandia, con todo lo concerniente a la zona ártica y todas las demás tierras abandonadas, en las que predomina el hielo, «que reuniéndose en cantidades fabulosas, capaces de hacer montañas unas encima de otras, rodean el Polo Norte, concentrando en sí mismas todos los rigores de las más  bajas temperaturas del mundo». En mi infantil imaginación
se formaba una idea terrorífica y grandiosa de todo lo que podían ser esas desoladas regiones del planeta. Las viñetas ilustrativas que contenía el libro, me ayudaban mucho para comprenderlo a mi manera, al contemplar una roca solitaria emergiendo de un mar de olas tormentosas y cubriéndose de espuma al empuje de ellas; el bote destrozado y abandonado en una playa solitaria, o la luna
besando con sus tristes rayos nocturnos los despojos de un naufragio, a través de densas nubes que presagiaban nueva tormenta.

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